viernes, 29 de noviembre de 2013

El duelista



Don Bernardo de Arniche y Satrústegui tenía, desde joven, un genio de mil demonios y un anticuado sentido del pundonor que, unido a su ánimo pendenciero, lo llevaban a mantener de dos a tres duelos semanales con los más variopintos rivales, porque a don Bernardo, a pesar de sus rimbombantes apellidos y su alta cuna, no se le caían los anillos por batirse en singular duelo con obreros, chupatintas y matasietes -gentuza sin honra que no solía presentarse en el campo del honor- con el mismo brío y las mismas condiciones con que se batía con los más destacados miembros de las fuerzas vivas de la ciudad.
A la edad de cuarenta años habíase batido el señor Arniche con todos los militares bravucones, nobles libertinos, jueces prevaricadores, poetas con ínfulas, albañiles analfabetos, carreteros mal hablados y hasta con sacerdotes de débil espíritu y fuertes brazos, de la ciudad y, con alguno, más de una vez.
A la edad de sesenta ya no quedaba en la comarca hombre mayor de quince años al que no hubiera retado y, de puro milagro, no había acabado también retando a algún perro de ladrido especialmente molesto o algún caballo de carácter especialmente testarudo. 


Para cuando cumplió los setenta años, don Bernardo ya no tenía ningún miembro sano ni trozo de piel libre de cicatrices ni había hombre que se aproximara a él que no temiera ser retado por un quítame allá esa ofensa... ni tan siquiera el médico que lo atendía a diario en su lecho de difunto, al que había retado varias veces desde que iniciara su lento declive hacia la tumba y con el que pretendió -y logró- batirse en duelo desde la cama.
Y este -de ser hombre más pacífico- debería haber sido el último duelo de don Bernardo pero siendo como era hombre belicoso por naturaleza, aún tuvo ánimos para retar nada menos que a la Muerte.
Era cerca del amanecer cuando la Parca llegó junto a su lecho y pronunció su nombre con oscura voz:
-Bernardo de Arniche y Satrústregui, el momento ha llegado.


Y don Bernardo, molesto porque alguien osara interrumpir su sueño, ofendido por el tono familiar con que era reclamado e indignado ante la idea de que alguien de tantísima importancia como él tuviera que tener la misma suerte que el resto de la humanidad, se levantó -espiritualmente hablando- de la cama y, erguido, con el camisón ondeando sobre sus flacuchas piernas y con su viejo sable -que dormía siempre con él- en su mano derecha, retó a la Muerte a batirse en duelo.
Y la Muerte aceptó, porque la Muerte siempre acepta cualquier cosa que la saque de su monotonía de eones. Luchó don Bernardo como nunca había luchado, esgrimiendo todo el arte adquirido durante sus años de obstinado duelista y luchó la Muerte como siempre luchaba, silenciosa, implacable y sin concesiones.
Venció la Muerte, como siempre vence, porque ante ella nadie triunfa, ni el más belicoso ni el más pacífico, pero don Bernardo de Arniche y Satrústegui se fue de este mundo con la satisfacción de ser el hombre con más duelos en su haber, con su honor reluciente a base de sangre y con el orgullo de haber desafiado a la misma Muerte.




domingo, 10 de noviembre de 2013

Micros



Terrores modernos

-Radiación nuclear, calentamiento global, ataques químicos, guerras, más guerras, terrorismo, fanatismo religioso, epidemias, pobreza, crisis, paro, hambre...
Uno por uno, los periódicos con sus terroríficos titulares cayeron sobre la mesa. En torno a ella, los monstruos de siempre -Drácula, el hombre lobo, la momia, el monstruo de Frankenstein, el hombre invisible, Mr. Hyde, el monstruo de la laguna...- guardaban silencio.
-Esto es lo que hay por allá afuera -dijo Drácula con un dramático suspiro-.
Los monstruos se agitaron, incómodos, las cabezas se sacudieron, las garras arañaron el aire, los pies se movieron nerviosos.
-¿Estáis seguros de que queréis abandonar nuestro retiro y competir con eso?
Un elocuente silencio llenó la sala.



Coma
Sé que estás a mi lado.
Me lo dice tu voz, que escucho pero no comprendo.
Me lo cuenta la suavidad de tus manos aunque no puedo devolver tus caricias.
Me lo revela el aroma de tu perfume aunque no puedo decirte cuanto me ha gustado siempre.
Noto la cama hundirse bajo el peso de mi cuerpo aunque no puedo moverme.
Percibo la vida a mí alrededor aunque ya no formo parte de ella.
Sí, sé que estás a mi lado aunque no puedo llegar a ti.
Vivo en un pequeño rincón de mi cerebro y no imaginas lo duro que es estar tan lejos de casa...




Eva

Sentada a la sombra del árbol prohibido, envuelta en la fresca fragancia de las rojas manzanas, Eva charlaba con la serpiente de esto, de aquello y de lo otro, siendo esto, aquello y lo otro todo lo referente a cualquier maravilloso misterio de aquel mundo recién creado.
Eva quería saber y aprender, quería conocer y aprehender, quería descubrir y explorar. Por eso pasaba horas hablando con aquel reptil que le contaba lo que Dios callaba y contemplando, anhelante, las manzanas.
Jamás tocó una manzana, jamás la serpiente  sugirió que lo hiciera. No las necesitaban.
Fue Adán quien, asustado ante el anhelo de saber de su esposa, acusó a ambas de ello perdiendo así el paraíso y el amor de Eva.




sábado, 2 de noviembre de 2013

Don Alejandro



La casa de mi abuela era como todas las casas de todas las abuelas, ya saben, con su mecedora, su mesa camilla, su brasero, sus tapetitos de ganchillo, su olor a limpio y sus fotografías en color sepia. Pero, a diferencia de las casas de las abuelas de mis amigos, en casa de mi abuela no había imágenes religiosas de ningún tipo: ni un Sagrado Corazón, ni una Virgen de cualquier advocación, ni un San Judas, ni siquiera un San Pancracio, nada.
Lo más parecido a un pequeño altar que había en casa de mi abuela era un pequeño rincón sobre la gran cómoda del salón. Un pequeño lugar con una fotografía de un caballero de pelo cano, bata blanca y una pajarita que a mí me parecía de lo más divertida. Un pequeño jarrón montaba guardia junto al marco, siempre con una flor que mi abuela cambiaba a diario.
Acostumbrado a que formara parte del paisaje habitual en las visitas a mi abuela, a mí nunca se me había ocurrido preguntar quién era aquel hombre y por qué su fotografía tenía un lugar tan privilegiado en aquella casa hasta que, una tarde de visita especialmente aburrida, estuve a punto de romperla y mi abuela decidió -en un intento desesperado por mantenerme quieto un rato- contarme la historia de aquel misterioso hombre.
 
Me habló mi abuela de una época lejana en la que los niños podían morir al poco de nacer. De una época en que ser pobre equivalía a hambre y enfermedad, de un mundo que acababa de dejar atrás unas horribles guerras, un mundo mucho más triste que el nuestro. Me habló de los hijos que había perdido antes de nacer mi madre y me contó lo que había ocurrido cuando ella también había enfermado.
Me contó sobre las noches que pasó llorando y rezando a todos los santos y vírgenes que se le pasaban por la cabeza. Me habló de las absurdas promesas que hizo si su hija recuperaba la salud y de la desesperación que sentía viendo que la niña no mejoraba. Me habló, también, de don Antonio, el médico, que les informó sobre la penicilina y que no paró hasta conseguir la necesaria para curar a la niña. Me narró, con emoción y ojos brillantes, la maravillosa mejora que la niña comenzó a experimentar en cuanto se inició el tratamiento.

Fue entonces, me dijo mi abuela, que dejó de creer en Dios, santos y demás. Quitó todos los crucifijos de casa, tiró todas las imágenes y estampitas, dejó de ir a la iglesia. Fue un escándalo familiar pero ella ya no podía creer en un Dios que permitía que los niños enfermaran y murieran. Se informó sobre don Alejandro (que es como ella llamaba a Alexander Fleming), encontró una fotografía suya y la puso allí, en la cómoda, para no olvidar, nunca, al hombre que había descubierto la maravillosa medicina que había salvado a su hija. Para recordar, siempre, que son los hombres y no los dioses quienes salvan nuestras vidas.
Desde ese momento, miré a “don Alejandro” de otro modo, su pajarita dejó de parecerme tan cómica y decidí que yo, de mayor, también quería salvar vidas. Es por mi abuela que soy científico y es por don Alejandro que soy investigador.





Karma

  El viejo monje observaba la delicada mariposa posada en su dedo. ‒Una vez fui como tú -le dijo-, y una vez tú fuiste como yo. Lo recuerdo ...