Don Bernardo de Arniche y Satrústegui tenía, desde joven, un genio de mil demonios y un anticuado sentido del pundonor que, unido a su ánimo pendenciero, lo llevaban a mantener de dos a tres duelos semanales con los más variopintos rivales, porque a don Bernardo, a pesar de sus rimbombantes apellidos y su alta cuna, no se le caían los anillos por batirse en singular duelo con obreros, chupatintas y matasietes -gentuza sin honra que no solía presentarse en el campo del honor- con el mismo brío y las mismas condiciones con que se batía con los más destacados miembros de las fuerzas vivas de la ciudad.
A la edad de cuarenta años habíase batido el señor Arniche con todos los militares bravucones, nobles libertinos, jueces prevaricadores, poetas con ínfulas, albañiles analfabetos, carreteros mal hablados y hasta con sacerdotes de débil espíritu y fuertes brazos, de la ciudad y, con alguno, más de una vez.
A la edad de sesenta ya no quedaba en la comarca hombre mayor de quince años al que no hubiera retado y, de puro milagro, no había acabado también retando a algún perro de ladrido especialmente molesto o algún caballo de carácter especialmente testarudo.
Para cuando cumplió los setenta años, don Bernardo ya no tenía ningún miembro sano ni trozo de piel libre de cicatrices ni había hombre que se aproximara a él que no temiera ser retado por un quítame allá esa ofensa... ni tan siquiera el médico que lo atendía a diario en su lecho de difunto, al que había retado varias veces desde que iniciara su lento declive hacia la tumba y con el que pretendió -y logró- batirse en duelo desde la cama.
Y este -de ser hombre más pacífico- debería haber sido el último duelo de don Bernardo pero siendo como era hombre belicoso por naturaleza, aún tuvo ánimos para retar nada menos que a la Muerte.
Era cerca del amanecer cuando la Parca llegó junto a su lecho y pronunció su nombre con oscura voz:
-Bernardo de Arniche y Satrústregui, el momento ha llegado.
Y don Bernardo, molesto porque alguien osara interrumpir su sueño, ofendido por el tono familiar con que era reclamado e indignado ante la idea de que alguien de tantísima importancia como él tuviera que tener la misma suerte que el resto de la humanidad, se levantó -espiritualmente hablando- de la cama y, erguido, con el camisón ondeando sobre sus flacuchas piernas y con su viejo sable -que dormía siempre con él- en su mano derecha, retó a la Muerte a batirse en duelo.
Y la Muerte aceptó, porque la Muerte siempre acepta cualquier cosa que la saque de su monotonía de eones. Luchó don Bernardo como nunca había luchado, esgrimiendo todo el arte adquirido durante sus años de obstinado duelista y luchó la Muerte como siempre luchaba, silenciosa, implacable y sin concesiones.
Venció la Muerte, como siempre vence, porque ante ella nadie triunfa, ni el más belicoso ni el más pacífico, pero don Bernardo de Arniche y Satrústegui se fue de este mundo con la satisfacción de ser el hombre con más duelos en su haber, con su honor reluciente a base de sangre y con el orgullo de haber desafiado a la misma Muerte.